LA RESURRECCIÓN EN EL ARTE
La Resurrección: los ángeles rodando la piedra del sepulcro
Cuando tratamos la iconografía de la Resurrección en el Arte, habitualmente nos encontramos con la imagen de un Cristo triunfante que sale del sepulcro o que se encuentra con las mujeres en el camino. Raramente vemos lo que aconteció del otro lado, es decir, dentro del sepulcro. Justamente ese es el tipo de cuestiones que gustaba tratar a nuestro autor de este mes, William Blake. Pintor, grabador y poeta británico a caballo entre los siglos XVIII y XIX, fue para algunos un místico iluminado, un religioso atrapado en su propio mundo; mientras que para otros no era más que un pobre loco que sobrevivía gracias a los pocos amigos que creían en su arte. La posteridad, ha considerado a Blake un visionario, un prerromántico que anticipó las teorías de este movimiento cultural en una época en que las tendencias eran clasicistas. Siempre mantuvo un posicionamiento crítico frente a la razón y la religión.
Desarrolló una notable predilección por los temas de la imaginación en lugar de por el retrato o el paisaje, que por entonces dominaban el arte inglés. Para Blake, las distintas revoluciones de su tiempo fueron generadas por fuerzas de inspiración, siendo el reflejo de uno de los anhelos del género humano: la libertad y, con ella, la total liberación del corazón. Esta libertad, la búsqueda de un nuevo orden basado en la virtud, la paz y la felicidad, la refleja en su arte, considerado por muchos un arte espiritual. Negaba el mundo sensorial, desconfiaba de la percepción que le transmitían los sentidos, que no son más que una barrera que se interpone entre el alma y la verdadera sabiduría y el goce de la eternidad. Al negarlo, no veía las cosas como aparecen, sino únicamente los tipos y las ideas eternas y más reales que aquellas mismas. De ahí que trabajara mucho sobre las cuestiones de la inmortalidad del alma y la vida eterna. Famoso es su grabado sobre la familia que se reencuentra en el Cielo, tan empleado por el Nacionalcatolicismo imperante en España durante la dictadura franquista con su mensaje de la familia que reza unida, permanece unida.
En este grabado de 1808 realizado con pluma y tinta, y coloreado mediante acuarela, podemos ver como Cristo es despertado por dos ángeles, uno a los pies y otro junto a su cabeza, que sostienen un sudario que tapa parte de su cuerpo; mientras que un tercero descorre la piedra que tapa la puerta del sepulcro. Admirador de autores como Durero, Rafael o Miguel Ángel, de ellos copió su potencia creadora y volumétrica, tal y como podemos apreciar en el cuerpo de un Cristo de anatomía perfecta, sin ninguna marca de la pasión.
Al rechazar la observación directa de la naturaleza como fuente de inspiración creativa, se encerró en su mirada interior. Creaba figuras sin preocuparse de la estructura anatómica o de las proporciones. Él consideraba que corregir lo que había plasmado de su visión interior resultaba superficial para un proceso que se adentraba en proporciones de eternidad. Aquí vemos que predomina el dibujo sobre el color, los contornos ondulantes del cuerpo de Jesús que confiere a la figura ritmo y vitalidad, así como la simplicidad monumental de los ángeles con unas formas estilizadas. Los gestos encierran un intenso dramatismo.
La obra de Blake muestra una clara influencia del teólogo sueco Emanuel Swedenborg, mezclando visiones apocalípticas y aforismos sibilinos. Existen varias versiones sobre el comienzo de sus repetidas y habituales visiones, encontrándonos con disparidad de relatos respecto a estas experiencias paranormales. Fueron frecuentes sus relatos sobre visiones de ángeles, así como otras experiencias extracorpóreas, en la misma línea del autor sueco y que tanta admiración causaron en su época. Así, esta cuasi obsesión por la iconografía de la vida posterior a la muerte, estaría relacionada con una visión (entre otras) que tuvo a los 10 años, en el momento de la muerte de su hermano, cuando dijo que había visto con sus propios ojos como “el alma salía del cuerpo y subía hacia el Cielo, exultante de alegría”.
Iván García de Quirós
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