PREGÓN DE... 1990
Lacerado por los golpes, hinchado, cruzado su cuerpo por repulsivas heridas, con tremendos verdugones, entumecido y sanguinolento, un guiñapo, un despojo humano... es la imagen que tenemos de Cristo. Estamos habituados al sufrimiento, al dolor, a la muerte. Por mucho que nos empeñemos en camuflar esas realidades de nuestra vida cotidiana, ahí están, palpables, evidentes. Es por tanto, fácil hacernos la idea de lo que fue la Pasión y Muerte del Señor.
La dificultad aparece cuando es necesario completar el misterio pascual con la Resurrección. Nadie ha visto jamás a un ser Resucitado, por supuesto, al Cristo Resucitado. La Resurrección carece de analogías, y aquí la fertilidad de nuestra imaginación sucumbe, porque la Resurrección no es representable. Nadie presenció la Resurrección con los ojos del cuerpo, ni siquiera Magdalena, ni María ni aquellas piadosas mujeres, ni los discípulos. Pero es que tampoco ellos vieron con esos ojos al Resucitado; solo con los ojos de la fe descubrieron el hecho de la Resurrección y solo con la visión de la fe podremos ver también hoy al Resucitado.
Cristo vive, pero no a la manera de lo que queremos expresar cuando nos referimos a personajes decisivos de la historia, que viven porque su obra y sus efectos continúan; sino que la obra de Cristo vive, sólo y exclusivamente porque Cristo vive. El cristianismo es, porque Cristo vive. Y eso es lo que creemos y por eso lo proclamamos.
Que se empape en el aire todo el llanto
y vuele al viento su triste vaciedad,
que se beba la muerte su quebranto,
porque ya está la losa levantada
y la vida despierta con su canto
al alba de la Gloria conquistada.
D. Agustín Merello del Cuvillo
Pregón de la Semana Santa 1990
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